Una de las cosas que os repito varias veces es que la mirada
de Dios no es como la mirada humana; es decir, Dios no se fija en las apariencias,
sino en lo profundo. Por eso, como vemos en las lecturas de hoy, escoge a David
para ser rey de Israel y Jesús devuelve la vista al ciego ignorado por todos,
convirtiéndole en discípulos suyo.
Pues bien, en este itinerario bautismal que estamos
recorriendo durante estos últimos domingos de Cuaresma, hoy Jesús se nos
presenta como la luz del mundo. Y es que Dios nos ha enviado a Jesucristo, luz
del mundo, para iluminar las tinieblas de nuestra ignorancia y nuestro pecado.
Él quiere curarnos de nuestra ceguera, como al ciego del evangelio, para que
descubramos el paso de Dios por nuestra vida.
Mirad, el evangelista san Juan, tirando de fina ironía, nos
presenta el estar ciego como una actitud o un modo de ser que consiste en
empecinarse en la propia forma de ver, en no abrirse al cambio, en encontrar
argumentos, sea como sea, para justificar el juicio que ya tenemos hecho.
Por eso que en el ciego podemos ver a toda persona y a toda
la humanidad. Es símbolo de la existencia humana, nacida en las tinieblas del
pecado. Y a partir de que recobra la vista, se inicia en él una lucha, un
combate contra las tinieblas que no conocen o quieren apagar la luz. Por
ejemplo, vemos como sus vecinos no captan lo que ha sucedido, y sólo ven a un
mendigo que ahora ve. El poder y el saber de los religiosos oficiales,
fariseos, y dirigentes judíos, no pueden entenderlo, sólo ven una transgresión
de la ley del sábado y que el signo no puede venir de Dios, porque están
empeñados en que Jesús es un pecador, ofuscándose cada vez más. Y encima sus
familiares tienen miedo a las represalias de los judíos y no quieren saber nada...
Vamos, parecido a nuestros días, en los que la vida de fe se abre paso en
combate, en medio de dificultades e incomprensiones. Que el ser creyentes,
seamos francos, no es un camino de rosas, y donde más difícil se hace vivir la
fe y ser cristiano, las más de las veces, es en nuestra propia casa.
Pero aunque tengamos dificultades, no podemos olvidar que
hemos recibido la luz de Cristo en el bautismo, y que, como nos dice san Pablo,
hemos de vivir como hijos de la luz. Y para ello Jesús no nos va a dejar solos,
sino que constantemente quiere encender en nosotros la luz de la fe. Pero la
luz hay que alimentarla... Y para eso tenemos también a nuestro alcance los
sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, para que sean como la cera que
mantiene encendida la llama de la vela de nuestra fe. No los desaprovechemos.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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