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sábado, 15 de junio de 2024

REFLEXIONES DE LA PALABRA (DCLXV). Domingo XI del Tiempo Ordinario


Las parábolas de la semilla que germina por sí sola y la del grano de mostaza que de la pequeñez alcanza la grandeza que escuchamos hoy en el evangelio y el pequeño esqueje plantado, de la primera lectura, que se convierte en un árbol frondoso, pretenden resaltar el contraste entre lo poco que el ser humano tiene que hacer para la llegada del Reino de Dios y lo mucho que hace Dios mismo.
Y es que los resultados de la siembra no dependen tanto de nuestras capacidades, cuanto de la acción de Dios. A nosotros nos toca trabajar y esperar. Mirad, Jesús no quiere descorazonar a sus discípulos, tampoco a nosotros. Por eso nos habla de cosas tan pequeñas, de las más sencillas e intrascendentes. San Pablo nos lo decía en la segunda lectura que hemos escuchado: «Nos esforzamos en agradarlo». Es decir, nuestra vida tiene que ser sencilla, porque precisamente allí se revela el Reino de Dios y allí se da a conocer plenamente su voluntad. Allí comienza a crecer lo que debe acabar siendo el Reino de Dios entre nosotros. Ese Reino de Dios que crece sin demasiadas explicaciones, sin demasiados programas. Nos lo remarca Jesús al decir que hay un hombre que siembra y que, mientras él duerme o está despierto, la semilla va siguiendo su curso, va creciendo y dará fruto en el momento de la cosecha.
Y a ver... no vamos a negar que es cierto que muchas veces querríamos experimentar en nosotros y en nuestro pueblo ser como el gran árbol en que los pájaros anidan, y nos tenemos que conformar quizás con ser siempre como pequeñas semillas, destinadas a crecer lentamente, sin ver demasiado los frutos. ¡Sí! Querríamos ver el fruto de una vida ejemplar y llena de virtudes, los frutos de la catequesis, los frutos de una Iglesia misionera y con vocaciones en los diversos ministerios, querríamos ver una Iglesia acogedora y llena de amor hacia los otros; una Iglesia en que abunde la caridad para con los más pobres y llena de comprensión hacia los más desorientados; querríamos ver una Iglesia donde todos encontraran su sitio, donde se sintieran acogidos y miembros de pleno derecho. Querríamos una Iglesia que ofreciera sombra y que la Buena Nueva del evangelio llegara a transformar nuestras estructuras sociales, materialistas y llenas de intereses, donde las personas demasiadas veces no cuentan.
Pero, mira, por lo visto nos tendremos que conformar con ser siempre pequeñas semillas, como la del grano de mostaza, semillas que pasan desapercibidas en nuestro mundo. Semillas que no acaban de arrancar porque no tenemos una tierra bien dispuesta, porque hay una fuerte sequía de espiritualidad que no las deja crecer. Esta es nuestra pobreza, pero también nuestra riqueza, porque no somos lo que queremos ser, sino que nos tenemos que conformar con ser una pequeña semilla que prácticamente no se ve ni se conoce.  Por eso la palabra de Dios de este domingo nos previene contra la impaciencia y el desánimo al no percibir un crecimiento rápido del Reino de Dios.
Pues pidámosle a la Virgen María y, por qué no, a San Antonio, a quien hemos celebrado esta semana, que vivamos con la confianza de saber que el reino de Dios está en marcha; que es Él quien lo hace germinar y crecer; y que sepamos poner cada uno aquello que nos toca, que es sembrar y esperar sin cansancio ni desánimo.

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