«¿Quién es este?», vemos en el evangelio que se preguntan entre sí los apóstoles, tras ver calmada
de golpe la tempestad. «¿Quién es este?».
La respuesta la tenemos clara: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos. Seguramente que los apóstoles, tras aquella experiencia, y aunque no tuvieran la respuesta a esa pregunta, comprendieron que Jesús era alguien que era más que Moisés y que Elías, alguien que hablaba con autoridad, alguien que no se dejaba inquietar por las fuerzas del mal.
Mirad, la narración del evangelio pretende ser una instrucción acerca de la fe que los discípulos necesitan para seguir a Jesús. Ya en la primera lectura, Dios, que habla a Job desde la tormenta, se muestra como creador del universo y Señor del mar; y Jesús, en el evangelio, aparece como Señor del mar y de la tormenta, símbolos de las fuerzas que luchan para obstaculizar la difusión de la buena noticia.
Pues bien, al igual que ocurre en el pasaje de la tempestad calmada, Jesús también calma hoy nuestras tormentas y apacigua nuestros miedos, como frenó el viento y el oleaje desatados en el mar de Galilea y liberó a sus discípulos del miedo que los había sobrecogido.
Y es que, no lo neguemos, más de alguna vez hemos experimentado en nuestra vida pequeñas o grandes «borrascas» y nos hemos sentido zarandeados e incluso mareados por la fuerza de las olas. Y no solo en nuestra vida personal, sino también en la vida social y como cristianos hemos tenido que remar contra corriente dando la impresión de que la barca se fuera a hundir. Porque no lo podemos negar, eh, no lo podemos negar: la Iglesia está metida ahora en medio de unas tormentas, internas y externas, de grandes dimensiones. Hasta podemos pensar que Jesús duerme, o que nos ha abandonado. Y, como los discípulos, le increpamos: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Sin embargo, Jesucristo siempre está ahí. Somos nosotros los que no sabemos verle. Aflora entonces nuestro miedo y nuestra falta de fe, como a los discípulos en el pasaje evangélico. Como los discípulos, tenemos una fe débil. No confiamos en Cristo todo lo que debiéramos. Es por ello necesario siempre alimentar nuestra fe.
Pidámosle, pues, a la Virgen María, que interceda por nosotros para que el Señor nos fortalezca, para que sin temor, nos manifestemos como discípulos suyos, ya que, en medio de las borrascas, tormentas y granizadas de esta vida, como dice san Pablo «nos apremia el amor de Cristo» que murió y resucitó para salvarnos.
La respuesta la tenemos clara: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos. Seguramente que los apóstoles, tras aquella experiencia, y aunque no tuvieran la respuesta a esa pregunta, comprendieron que Jesús era alguien que era más que Moisés y que Elías, alguien que hablaba con autoridad, alguien que no se dejaba inquietar por las fuerzas del mal.
Mirad, la narración del evangelio pretende ser una instrucción acerca de la fe que los discípulos necesitan para seguir a Jesús. Ya en la primera lectura, Dios, que habla a Job desde la tormenta, se muestra como creador del universo y Señor del mar; y Jesús, en el evangelio, aparece como Señor del mar y de la tormenta, símbolos de las fuerzas que luchan para obstaculizar la difusión de la buena noticia.
Pues bien, al igual que ocurre en el pasaje de la tempestad calmada, Jesús también calma hoy nuestras tormentas y apacigua nuestros miedos, como frenó el viento y el oleaje desatados en el mar de Galilea y liberó a sus discípulos del miedo que los había sobrecogido.
Y es que, no lo neguemos, más de alguna vez hemos experimentado en nuestra vida pequeñas o grandes «borrascas» y nos hemos sentido zarandeados e incluso mareados por la fuerza de las olas. Y no solo en nuestra vida personal, sino también en la vida social y como cristianos hemos tenido que remar contra corriente dando la impresión de que la barca se fuera a hundir. Porque no lo podemos negar, eh, no lo podemos negar: la Iglesia está metida ahora en medio de unas tormentas, internas y externas, de grandes dimensiones. Hasta podemos pensar que Jesús duerme, o que nos ha abandonado. Y, como los discípulos, le increpamos: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Sin embargo, Jesucristo siempre está ahí. Somos nosotros los que no sabemos verle. Aflora entonces nuestro miedo y nuestra falta de fe, como a los discípulos en el pasaje evangélico. Como los discípulos, tenemos una fe débil. No confiamos en Cristo todo lo que debiéramos. Es por ello necesario siempre alimentar nuestra fe.
Pidámosle, pues, a la Virgen María, que interceda por nosotros para que el Señor nos fortalezca, para que sin temor, nos manifestemos como discípulos suyos, ya que, en medio de las borrascas, tormentas y granizadas de esta vida, como dice san Pablo «nos apremia el amor de Cristo» que murió y resucitó para salvarnos.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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