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sábado, 8 de agosto de 2020

REFLEXIONES DE LA PALABRA (CDLX). Domingo XIX del Tiempo Ordinario

 
Seguramente que a lo largo de la vida todos hemos experimentado dificultades, problemas, y situaciones comprometidas; y querríamos –por no decir que, no pocas veces, llegamos a exigir– que Dios apareciese y nos solucionase las complicaciones. Pero las cosas... Las cosas no van por ahí. Si cogemos ese camino, mal. Mal, porque iremos muy, pero que muy equivocados.
Mirad, el evangelio de hoy nos cuenta una experiencia de auténtico miedo de los discípulos. Es significativo que los apóstoles, los discípulos y tanta gente que convivieron con Jesús pudieron vivir de cerca un montón de cosas extraordinarias y maravillosas, y a pesar de todo, los vemos dudando, llenos de miedo, escondiéndose cuando llega la Pasión... Y esto nos ha de cuestionar. Nos ha de cuestionar, porque quizá nos podríamos plantear que también hoy necesitásemos alguna señal espectacular, ya que entonces sería más fácil creer y comunicar nuestra fe.
La primera lectura que hemos escuchado hoy va en esta línea. Nos muestra como el profeta Elías está huyendo. Es perseguido por ser fiel a lo que el Señor le pide, y recibe la promesa de su visita. Todo lo que experimenta son signos tradicionales y majestuosos de la aparición de Dios: un viento huracanado, un terremoto, fuego...; pero allí no estaba Dios.
Y resulta que Dios se hace presente en un viento suave, como un susurro, una forma discreta, casi imperceptible, que nos invita a estar atentos, ya que no se impone por la fuerza y nos podría pasar desapercibido si no lo acogemos y distinguimos en el silencio. Hoy os invitaría a que cada uno repasásemos nuestra historia personal y, haciéndolo, seguramente nos daremos cuenta de que el Señor va acompañando nuestros pasos en el día a día, actuando lejos de la espectacularidad.
Por eso, ahora, ahora mismo, Jesús nos está diciendo a gritos en el silencio: ¡Qué poca fe tenéis!¿Por qué estáis dudando? Y ahí está el problema. Que a lo mejor buscamos que Dios actúe de forma espectacular, y Él, salvo muy contadas excepciones, no lo hace. Él lleva su ritmo y su marcha. Por eso no tenemos que ser cagaprisas, y darnos cuenta que aunque los vientos y las olas vengan en nuestra contra, Cristo está con nosotros, y nunca permitirá que nos hundamos, nunca; como no permitió que Pedro se ahogase cuando, asaltado por las dudas, dudó de Él.
Pues que la Virgen María nos ayude, para que nos armemos de coraje, y en medio de los problemas y dificultades de la vida seamos capaces de sentir a Cristo a nuestro lado, apoyándonos, y tengamos el valor y la fe de decirle: «Realmente eres el Hijo de Dios».
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.

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