Mirad, todo está impregnado de la presencia trinitaria. Su presencia nos envuelve. Pero a pesar de ello, se escapa a nuestra comprensión; porque Dios es siempre mayor, siempre es más grande que nuestras ideas, más grandes que nuestras palabras y que nuestras respuestas. Y es que, como dice san Agustín, si lo comprendes..., no es Dios. Estarás hablando de otra cosa, pero no de Dios.
Pero aunque este misterio nos desborde y sea incomprensible para nuestra inteligencia, no quiere decir que no podamos conocer algo de Él, que de hecho, sí que se puede. Y se puede por una sencilla razón, y es porque Dios se nos ha revelado. Se ha revelado en Jesucristo, y mirando a Jesucristo, descubrimos un Dios inmenso y lleno de amor.
Es más, el misterio de la Trinidad está continuamente presente en nuestras celebraciones y en nuestra vida; pues comenzamos las celebraciones «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», las terminamos con la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y estamos bautizados «en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»; y desde ese día, es un Dios que ha querido habitar en nuestro corazón.
Vivamos, pues, en su presencia, dejémonos abrazar por su amor, por su ternura, por su misericordia, por su perdón... Abrámonos a su gracia, para que llene el vaso de nuestro corazón, sabiendo que ante Él no hay lugar para el miedo, sino para la confianza. La confianza propia de los hijos e hijas de Dios.
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