El domingo pasado, con la solemnidad de Pentecostés,
cerrábamos el ciclo pascual, en el que hemos recordado de un modo especial que
tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para salvarnos, y como,
tras resucitarlo de entre los muertos, envió el Espíritu Santo para nuestra santificación.
Pues bien; hoy queremos adentrarnos en ese misterio divino:
El misterio del Dios uno y Trino. Misterio de amor. Y más que adentrarnos...,
contemplarlo. Contemplar la grandeza y el misterio de Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Arrodillarnos ante Él, y rendirle gloria y alabanza.
¿Y qué nos dice hoy
la Palabra de Dios? Pues nos dice que este Dios al que adoramos es un «Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad y lealtad», que no
abandona a su pueblo, sino que camina siempre con Él, y no lo deja de lado. Así
lo ha demostrado, revelándose y acompañando al pueblo de Israel, haciendo una
alianza con él, a pesar de todas las infidelidades que cometió el pueblo
elegido. Así lo ratificó, revelándose en Jesucristo, el Verbo hecho
carne, estableciendo con su Sangre una Alianza nueva y eterna. Y así sigue manifestándose hoy en la Iglesia,
sosteniendo a su pueblo con la fuerza del Espíritu Santo.
Es verdad que la
celebración de este misterio, que es el misterio central de nuestra fe, sea
posiblemente una de las celebraciones que más nos cuesta entender. Pero no
podemos olvidarnos que, aunque escape a nuestra comprensión, es al mismo tiempo
una constante en nuestra vida, ya que toda celebración cristiana nos congrega a
los que hemos sido bautizados «en el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo»; que cada día invocamos a las Tres Personas Divinas al
santiguarnos al principio de la Misa, y recibimos su bendición al final de la
celebración, para vivir lo que hemos celebrado. De esta manera, si nos esforzamos en vivir como hijos de
Dios y, como nos dice san Pablo, trabajamos por nuestra perfección, teniendo un
mismo sentir y viviendo en paz, «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de
Dios y la comunión del Espíritu Santo» estarán siempre con todos nosotros.
Pidámosle, pues, a Santa María, la Virgen, Hija del Padre,
Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, que nos ayude a «profesar la fe
verdadera, reconocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar la Unidad en su
poder y grandeza», de modo que lleguemos, junto a Ella, a glorificar el nombre
de Dios por toda la eternidad.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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