Suele decirse que el tiempo no corre, sino que vuela. Y en cierto modo, es
cierto. Porque aunque parece que fue ayer, ya hace cincuenta días que celebrábamos
la fiesta de la Pascua, para la que nos habíamos preparado durante cuarenta
días con el tiempo de Cuaresma. Pues bien, hoy, habiendo celebrado los cincuenta días de
fiesta y alegría por el gran suceso de la resurrección de Cristo, nos
disponemos a cerrar este ciclo del año litúrgico poniendo la guinda con la
celebración de Pentecostés, con la que culminamos el tiempo de Pascua
recordando la venida del Espíritu Santo, quien, en cierta manera, es el «don de
la Pascua del Señor».
Mirad, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta como el Espíritu irrumpe en el contexto de la
fiesta de Pentecostés. Durante esta fiesta los judíos recuerdan el don de la
Ley en el Sinaí y la alianza con Dios, es decir, recuerdan la constitución del
Pueblo. Bueno, pues san Lucas narra el hecho fundacional de la Iglesia; describiendo
la venida del Espíritu en una manifestación de grandes resonancias bíblicas,
como son el viento y las lenguas de fuego que manifiestan la fuerza de Dios en
la nueva comunidad. Y con aquel
primer Pentecostés, se inició el tiempo del Espíritu Santo y, por tanto, el
tiempo de la Iglesia; una Iglesia que, como dice san Pablo, es enriquecida con
múltiples dones y carismas, para formar el único Cuerpo de Cristo, ya que el
Espíritu Santo, en la unidad de la fe, suscita diversidad de vocaciones y
servicios dentro de la comunidad.
Y es que el Espíritu Santo es como el viento que empuja, mueve y sacude. Es
como el aire que necesitamos para respirar, y que debemos pedir continuamente a
Dios. Es como el fuego que quema toda la maleza que hay en nuestro interior y
nos hace sentir el calor del amor de Dios, iluminando la oscuridad interior que
pueda haber dentro del alma. Es quien nos hace vivir a todos la vida de Dios,
pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo
que se nos ha dado en el Bautismo y en la Confirmación; y que también recibimos
cada vez que acudimos a pedir perdón a Dios en el sacramento de la confesión, y
hace posible que en la Eucaristía el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y
la Sangre de Cristo.
Abramos, pues, nuestros corazones a la acción del Espíritu Santo, como hizo
la Virgen María, y dejemos que sus siete dones de sabiduría, inteligencia,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios actúen en nosotros y nos
hagan vivir como hombres y mujeres llenos de Dios.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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