Hay una expresión castellana que dice que Dios perdona
siempre, los hombres, algunas veces, pero que la naturaleza no perdona nunca.
Nuestro tiempo odia. Odia a muerte. No perdona a nadie, ni
aunque se haya muerto. Ansiosos de sangre, vivimos un tiempo implacable, sin
compasión y sin piedad. Ejercemos de jueces permanentemente, condenando con
facilidad los errores de los demás y, lo que es peor, con esa conciencia tan
crítica y justiciera, y no pocas veces, de revancha, vamos perdiendo la noción
de perdón.
Pero, para ser justos, debemos decir también que algunas
veces sabemos perdonar y no ser justicieros. Algunas veces, las menos,
perdonamos.
No obstante, el comportamiento de Dios es muy diferente. Lo
descubrimos en su actuar con Israel, el pueblo elegido, pues desde el inicio
Dios se muestra como un Dios que sabe perdonar, y ante el pecado de su pueblo
renueva con él una nueva alianza.
Y si nosotros juzgamos, dictamos nuestras sentencias, casi
siempre condenatorias, contra quien se equivoca y quien peca, y exigimos una
justicia exigente y rotunda, el evangelio, en cambio, nos invita a ponernos
frente a un espejo, y nos propone que para juzgar a los demás, antes nos
juzguemos a nosotros mismos.
Fijaos. En la escena del evangelio que hemos leído, los que
querían lapidar a aquella mujer, que no es que fuera precisamente una santa,
nombran juez a Jesús. Aunque es un nombramiento envenenado, porque más que
juzgar, esperan que condene..., que aplique estrictamente la ley. Y Jesús se pone
a juzgar. Se inclina en el suelo y se pone a escribir. Mirad, en el mundo
antiguo, cuando un juez pronunciaba sentencia, se sentaba para escribirla.
Bueno, pues vemos a Jesús que, sin decir nada, se inclina, y escribe con el
dedo en el suelo. No sabemos que escribió, pero sí que sabemos que dictó una
primera sentencia: que «el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
Y continuó escribiendo. Y como nadie tiraba piedras, o sea, que allí, menos
Jesús, todos eran pecadores, dictó la sentencia definitiva: la sentencia del
perdón. Su juicio no es de condenación y muerte, sino de salvación y vida. Y
así es como Jesús, que tiene poder para condenar y castigar, pero que elige
perdonar, tratará a cada pecador que se acerca a Él: no condenándolo, sino perdonándolo.
Acudamos a Jesús... acudamos a su misericordia...
¡Convirtámonos!...¡Confesémonos!... Reconozcámonos pecadores necesitados de
perdón; y dejémonos perdonar para poder celebrar la Pascua con un corazón
renovado.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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