Esta tarde del
calvario nos lleva a levantar la mirada al crucificado y a ver junto a la cruz
a María, su Madre, que desde ese momento, es también nuestra Madre.
Hoy celebramos que
el Señor nos ha redimido desde el amor de la entrega hasta el extremo de dar la
vida. Jesús en la cruz eleva sus manos al Padre en oración y ofrenda de la
tarde. El Crucificado ofrece su vida para otorgarnos vida. Se ha entregado por
toda la humanidad, y de este modo, los hombres hemos sido redimidos por el amor
de quien nos creó y no nos ha abandonado a la suerte de un mundo alejado de
Dios, sino de un mundo que está llamado a participar de la salvación de Dios.
Hoy contemplamos al Crucificado y también a los crucificados
que viven con nosotros; pues en nuestra sociedad hay muchos crucificados por la
injusticia y la droga, por el orgullo y la autosuficiencia, por el odio y el egoísmo,
por la guerra y la violencia, por el hambre y la miseria, por la soledad, por
la incomprensión y la enfermedad... Y es que al contemplar el rostro sereno y
agonizante de Jesús en la cruz oímos el grito de nuestra sociedad enferma por
el pecado, que pide salvación y redención.
Pero como Jesús ha
sido siempre una caja de sorpresas, tenemos la certeza de que contemplando la
cruz no estamos simplemente mirando a un cadáver, a un muerto sin retorno. El Cristo que pende de la cruz
está ya con el Padre, vivo para siempre. Tampoco adoramos a un iluso fracasado
de la vida. El Siervo de
este último cántico de Isaías «tendrá éxito, subirá y crecerá mucho». Desde lo
alto de la cruz, «asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán la
boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito». Pues este Cristo al
que vemos humillado, muerto y crucificado, aparentemente impotente y derrotado
por el mundo, es, en realidad, un triunfador victorioso, el vencedor con
mayúsculas, el que ha derrotado al gran enemigo de la humanidad, el diablo, y
que ha puesto fin a su reino de pecado y de muerte. A lo mejor hoy Cristo puede
parecer callado, como callado parecía en la cruz, pero no lo está. En la cruz
Cristo estaba diciéndolo todo sin palabras. Por eso, la Cruz de Cristo es signo
de la fortaleza suprema, la de la vida que vence a la muerte y el amor que
vence al odio. Porque Dios es amor. Y Dios, cuando mueve ficha, siempre vence.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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