En esta fiesta de Pentecostés, con la que concluimos el
tiempo de Pascua, recordamos la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y
María, y con ella el nacimiento de la Iglesia.
La primera lectura nos muestra como la Iglesia nació el día en que los seguidores de Jesús,
paralizados por el miedo, atrincherados en una estancia para defenderse del mundo
exterior, fueron embestidos por una ráfaga de viento recio que los sacó de su
clausura y los lanzó al exterior, a predicar sin miedo el mensaje de Jesús. Y
es que los miembros de la primera comunidad quedaron llenos del viento de Dios,
del Espíritu Santo, que les hace valerosos apóstoles, mensajeros de la Buena Noticia,
continuadores de la obra de Jesús.
Pero la Iglesia no solo nace del viento, sino también del
fuego. Del fuego del amor de Dios que da su Espíritu; ese fuego que en
Pentecostés penetra el corazón de los apóstoles y los abrasa y purifica.
Pues bien; también nosotros tenemos necesidad hoy de ese
empuje, de ese impulso de viento irrefrenable que sólo el Espíritu Santo puede
dar; y necesitamos ese fuego de amor en nuestros corazones, que nos enamore
locamente de Jesucristo y nos empuje a transmitirlo espontáneamente a
cualquiera que entre en contacto con nosotros, sin complejos ni temores.
Pero permitidme que hoy deje clara una cosa: San Pablo nos
recuerda que hemos recibido el Espíritu en el Bautismo con el fin de conformar
un solo cuerpo, que es la Iglesia. Es decir, en cada uno de los cristianos se
manifiesta la acción original e intransferible del Espíritu, en aras al bien
común. Por eso hoy es un día en el que nos tiene que quedar claro que la misión
de evangelizar nos atañe a todos. Y cuando digo a todos es a todos. También a
vosotros, los laicos, que formáis la mayor parte de la Iglesia y habéis
recibido en el Bautismo esa misión de hacer presente a Cristo en medio del
mundo. Vosotros tenéis que ser evangelizadores en vuestro ambiente: en vuestra
casa, en el trabajo, en la calle, con los amigos... En todo momento y
circunstancia, con vuestra forma de vida,
tenéis que llevar a todos el mensaje de Cristo muerto y resucitado. En
vuestras manos está la nueva evangelización del mundo y de la sociedad.
Hoy, por tanto, tenemos que invocar que venga sobre nosotros
el Espíritu Santo como viento fuerte que nos arrastre, que nos saque de
nuestros apoltronamientos, de nuestros conformismos, de nuestros miedos, y nos
ponga en medio del mundo a predicar el evangelio. Que venga como fuego
purificador, que queme todos nuestros pecados, y encienda en nosotros la llama
del amor de Dios, que abrase a todos los que entren en contacto con nosotros.
Que Santa María nos sirva de ejemplo para que dejemos que el
Espíritu Santo nos ilumine y fortalezca, de manera que, como los apóstoles,
todos, sacerdotes, religiosos y sobre todo, los laicos, seamos testigos de
Cristo con nuestras palabras y obras en medio del mundo.
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