Pero Jesús, que siempre suele añadir algo sin que nadie se lo pida, une de manera definitiva a este mandamiento otro, que es el del amor al prójimo, citando de nuevo la Ley, en este caso el Levítico, haciendo de este mandamiento el fundamento de toda la revelación y de la voluntad de Dios: el amor a Dios que se manifiesta en el amor al prójimo.
Y ante esto... la reacción es distinta, y ya no lo podemos ver tan fácil. Porque si, el amor es hermoso, pero para que el amor sea una realidad concreta y no un mero sentimentalismo abstracto, hay que ponerle rostros. Y a veces esos rostros tienen arrugas, o son huesudos y famélicos, e incluso son rostros que no nos caen nada bien y que nos revuelven las tripas.
Pero mirad, la primera lectura y el mensaje de Jesús nos piden que pongamos rostros no siempre agradables a aquellos a los que debemos amar. La primera lectura recordaba a Israel que debía amar al forastero, al huérfano y a la viuda, es decir, a los más desamparados del pueblo. Hoy la lista de desamparados se puede ampliar mucho: inmigrantes, drogadictos, marginales, ancianos que viven en soledad, personas insociables... Y esa lista nos muestra que el amor, cuando cobra rostro, es difícil. Pero es también en esos rostros que reflejan desamor en donde Jesús quiere ser reconocido. Por eso hemos de tener claro que el amor a Dios y al prójimo es la norma fundamental que sostiene nuestra fe y le da visibilidad en el mundo. No es algo pasajero ni opcional, y por eso debemos vivirlo cada día.
Vamos a pedirle, pues, a la Virgen María, que seamos capaces de practicar ese amor con rostros, que es el que practicó Jesús. Aunque nos cueste, que nos va a costar, y mucho, porque es difícil. Y es que de Jesús hemos de aprender a vivir lo más esencial de nuestra vida: que el amor a Dios tiene su auténtica verificación en el amor al prójimo.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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