En el texto evangélico de hoy tenemos que distinguir entre
la parábola y la aplicación que Jesús hace de ella. Mirad, la vida de los
arrendatarios de Palestina en tiempos de Jesús no era nada sencilla; y las
malas cosechas, los impuestos, y el pago de la renta hacía que su vida llegase
a ser muy penosa; por lo que no eran extraños los amotinamientos como los que
narra el evangelio.
Pero lo sorprendente de la parábola es el empeño del dueño
de la viña por dar otra oportunidad a los viñadores y, por supuesto, el enviar
a su propio hijo como último recurso.
Está claro, pues, que en la parábola evangélica resuena el
canto de la viña que hemos escuchado en la primera lectura, uno de los textos
más delicados y emotivos que muestra la relación entre Dios y el pueblo de
Israel. Y es que el profeta Isaías hace una descripción muy bien confeccionada
para mostrar la tragedia de un amor no correspondido, mostrando como Dios se ha
desvivido por su pueblo y éste no le ha correspondido.
Bueno, pues vemos en el Evangelio como los oyentes de la
parábola no tardan en descubrir que las palabras de Jesús se refieren a ellos.
Los dirigentes de Israel han rechazado a Jesucristo, el Hijo de Dios, la piedra
angular del Reino que está llegando. Por eso, Dios, quitará la viña, el reino,
a Israel y se lo entregará a un pueblo que dé sus frutos. Y es que al rechazar
el pueblo elegido la invitación a acoger el reino predicado por Jesús, la
misión de sus discípulos será anunciarlo a todas las naciones, para formar un
nuevo pueblo, un nuevo Israel, que produzca sus frutos. Ese nuevo pueblo, ese
nuevo Israel, es la Iglesia, a la que hemos sido incorporados por el Bautismo.
Ahora bien, como miembros de la Iglesia que somos, tenemos
que producir frutos. Por eso el evangelio de hoy nos interpela tanto a nivel
colectivo como a nivel personal, porque, en teoría, pertenecemos a ese pueblo
que debe dar sus frutos. Pero la vida de la Iglesia se compone de los actos
personales de cada uno de sus miembros. Por tanto, hemos de preguntarnos, cada
uno de nosotros, si en nuestra vida damos uvas, o damos agrazones. Y no vale el
quedarse en criticar a la Iglesia institución; sino que cada uno debe
preguntarse si, como bautizado, produce sus frutos, porque cada uno tendrá que
dar cuenta a Dios de sí mismo.
Pidámosle, pues, a la Virgen María, ahora que estamos tan
cerca de celebrar esa fiesta tan nuestra que es la de la Virgen del Pilar, que
demos en nuestra vida frutos de buenas obras, de justicia, de piedad... El
fruto que Dios espera de cada uno de nosotros.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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