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viernes, 6 de octubre de 2023

REFLEXIONES DE LA PALABRA (DCXVII). Domingo XXVII del Tiempo Ordinario.


En el texto evangélico de hoy tenemos que distinguir entre la parábola y la aplicación que Jesús hace de ella. Mirad, la vida de los arrendatarios de Palestina en tiempos de Jesús no era nada sencilla; y las malas cosechas, los impuestos, y el pago de la renta hacía que su vida llegase a ser muy penosa; por lo que no eran extraños los amotinamientos como los que narra el evangelio.
Pero lo sorprendente de la parábola es el empeño del dueño de la viña por dar otra oportunidad a los viñadores y, por supuesto, el enviar a su propio hijo como último recurso.
Está claro, pues, que en la parábola evangélica resuena el canto de la viña que hemos escuchado en la primera lectura, uno de los textos más delicados y emotivos que muestra la relación entre Dios y el pueblo de Israel. Y es que el profeta Isaías hace una descripción muy bien confeccionada para mostrar la tragedia de un amor no correspondido, mostrando como Dios se ha desvivido por su pueblo y éste no le ha correspondido.
Bueno, pues vemos en el Evangelio como los oyentes de la parábola no tardan en descubrir que las palabras de Jesús se refieren a ellos. Los dirigentes de Israel han rechazado a Jesucristo, el Hijo de Dios, la piedra angular del Reino que está llegando. Por eso, Dios, quitará la viña, el reino, a Israel y se lo entregará a un pueblo que dé sus frutos. Y es que al rechazar el pueblo elegido la invitación a acoger el reino predicado por Jesús, la misión de sus discípulos será anunciarlo a todas las naciones, para formar un nuevo pueblo, un nuevo Israel, que produzca sus frutos. Ese nuevo pueblo, ese nuevo Israel, es la Iglesia, a la que hemos sido incorporados por el Bautismo.
Ahora bien, como miembros de la Iglesia que somos, tenemos que producir frutos. Por eso el evangelio de hoy nos interpela tanto a nivel colectivo como a nivel personal, porque, en teoría, pertenecemos a ese pueblo que debe dar sus frutos. Pero la vida de la Iglesia se compone de los actos personales de cada uno de sus miembros. Por tanto, hemos de preguntarnos, cada uno de nosotros, si en nuestra vida damos uvas, o damos agrazones. Y no vale el quedarse en criticar a la Iglesia institución; sino que cada uno debe preguntarse si, como bautizado, produce sus frutos, porque cada uno tendrá que dar cuenta a Dios de sí mismo.
Pidámosle, pues, a la Virgen María, ahora que estamos tan cerca de celebrar esa fiesta tan nuestra que es la de la Virgen del Pilar, que demos en nuestra vida frutos de buenas obras, de justicia, de piedad... El fruto que Dios espera de cada uno de nosotros.

Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.

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