Hoy, con la celebración de esta Misa de
la Cena del Señor, entramos en la celebración de los días santos de la muerte y
resurrección del Señor: el Triduo Pascual. Después de toda la preparación de la
Cuaresma, esta tarde estamos aquí, como los apóstoles, dispuestos a acompañar a
Jesús en este momento intenso, en esta Cena de despedida. La Última Cena. Es su
última tarde con ellos, ha llegado su hora, la hora de amarlos hasta el
extremo.
Mirad, la Última Cena de Jesús con los
discípulos evoca la cena de la Pascua de los judíos, la celebración que cada
año recordaba la liberación de Egipto; y es el signo de la nueva Pascua que nos
libera. Con ella, Jesús quiere mostrar a sus más cercanos que Dios, al igual
que obró su liberación en el pasado, ahora va a obrar de nuevo su liberación
definitiva por medio de Él. La primera Pascua fue la liberación de la
esclavitud; la nueva y definitiva Pascua nos traerá la liberación de la
esclavitud del pecado y de la muerte.
En esta Última Cena recordamos tres
momentos muy especiales, que son la institución de los sacramentos de la Eucaristía
y del Orden Sacerdotal, y el mandato del amor fraterno, magistralmente descrito
en la escena del lavatorio de pies que hemos escuchado en el evangelio; en el
que hemos podido contemplar como el Maestro se quita el manto, se ciñe una
toalla, echa agua y se pone a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos
con la toalla. Con todas estas acciones tan humildes, que eran propias de los
esclavos, Jesús demuestra su soberanía y el poder que el Padre le ha conferido.
Quiere enseñarles cómo comportarse con los demás, mostrarles la auténtica
esencia de Dios, que son el amor y el servicio. El lavatorio de los pies nos
dice cómo es Dios. En ese sencillo gesto se manifiesta en toda su profundidad
cómo cualquier servicio hecho con amor adquiere un valor eterno, como expresión
de entrega total de la propia vida y de amistad plena para siempre.
Y en el Pan y en el Vino de la Eucaristía
Jesús nos deja el signo y la presencia de su entrega por nosotros. En ella
Jesús se entrega y se da totalmente, en cuerpo y sangre. Y por el ministerio de
los sacerdotes, que no somos más que unos pobres pecadores tocados por el dedo
de Dios, a los que Él ha puesto al frente de su pueblo, se hace presente y
actualiza entre nosotros día a día el misterio de su muerte y resurrección en
cada celebración de la Misa, quedándose realmente presente en el Santísimo
Sacramento de la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Abramos, pues, nuestro corazón a su amor,
para revivir con Él los días centrales de nuestra fe, de modo que los que ahora
nos hemos reunido para celebrar la Pascua de Jesucristo, podamos ser sus
invitados en la Pascua Eterna.
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