El evangelio nos tiene acostumbrados a que, casi siempre que
aparecen las autoridades judías en conversación con Jesús, es para ir a la
greña con Él e intentar pillarlo en un renuncio. Sin embargo, hoy nos
encontramos con que el escriba que acude a Jesús, lo hace de buena fe, con una
actitud de aprender, de resolver una duda que tenía en su corazón, que buscaba
la verdad.
Y Jesús le contesta claramente que el primer mandamiento es
amar a Dios con todo nuestro ser, ponerlo en el centro de nuestra vida, que sea
Él quien oriente nuestra existencia. Algo que es difícil, cierto; y para que
sea posible, pues es necesaria la gracia de Dios, para quien nada hay
imposible.
Pero Jesús, añade una coletilla a la pregunta, y responde
tajantemente, sin que nadie se lo pregunte, que hay un segundo mandamiento
principal, que es amar al prójimo como a uno mismo.
Sin duda que recordaremos de la catequesis que recibimos de
pequeños, cuando nos aprendíamos los mandamientos de la ley de Dios, el resumen
que venía al final del Decálogo, cuando se decía: «estos diez mandamientos se
resumen en Dios: amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo».
Y es que, como dice san Juan de la Cruz, «al atardecer de la
vida, me examinarán del amor», frase que cantamos mucho en las misas de
difuntos. Pero la pregunta que deberíamos hacernos es si realmente amamos.
¿Amamos a Dios? ¿Es Él el centro de nuestra existencia? Mirad. Si ponemos a
Dios en el centro, el amor al prójimo nos vendrá como regalado.
Y un detalle... Ese amor al prójimo debe ser un amor «como a
nosotros mismos». Es decir, que también tenemos, por decirlo así, el mandato
divino de la autoestima, de valorarnos, de querernos... Si Dios nos
ama...¿Quiénes somos nosotros para autodespreciarnos? Yo estoy convencido que
una persona que no es capaz de quererse a sí misma, es incapaz de querer a los
demás.
Sepamos querernos. Sí,
sepamos querernos. Querernos a nosotros mismos, cuidar de nuestra salud, de
nuestro entorno; querernos los unos a los otros, sentir afecto y cariño por los
demás, preocuparnos con sus preocupaciones, alegrarnos con sus alegrías... ser
felices viéndoles ser felices. Es una gran medicina contra el egoísmo y
egocentrismo reinante en nuestra sociedad. No voy a negar que amar a alguien
que no conocemos de nada, o a alguna persona que tengamos cruzada, pues sea
difícil, que uno pisa suelo y conoce la realidad. Pero, como siempre, hemos de
ponernos en las manos de Dios, y pedírselo, sin miedo, sin vergüenza... Señor,
¡enséñanos a amar! Que hermosa, que bonita sería la vida en nuestros pueblos
si, con la gracia de Dios, consiguiéramos vivir este mandamiento.
Pues vamos a pedírselo a
la Virgen María y a san José, sin miedo y sin rodeos. Con la confianza de quien
sabe que van a ayudarle a conseguir lo que realmente necesita.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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