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sábado, 20 de febrero de 2021

REFLEXIONES DE LA PALABRA (CDXCVIII). Domingo I de Cuaresma

 

 
El pasado miércoles comenzábamos la Cuaresma. La Cuaresma no es un tiempo cerrado, sino que está abierto a la Pascua. No es un paréntesis, sino un camino. No es un tiempo triste y de privaciones impuestas, sino que es un tiempo para nuestro yo auténtico y mirarnos al espejo de nuestro interior cara a cara, sin caretas.

La Cuaresma son cuarenta días simbólicos de purificación, a lo largo de los cuales vamos a escuchar en la proclamación de la Palabra de Dios diversos momentos de la historia de la salvación, como son el diluvio, el encuentro de Moisés con Dios en el Sinaí, las historias de Elías y de Jonás...

Pero la Cuaresma tiene un protagonista, que es Jesucristo. Él es el modelo y el maestro cuaresmal, que en este domingo nos encamina al desierto para que, junto a Él, experimentemos la lucha y oración.

Y es que el escenario donde se nos propone vivir este tiempo de Cuaresma se simboliza hoy en el desierto; un espacio y un tiempo de soledad y silencio, sin cosas que nos distraigan, y que nos hace enfrentarnos a una realidad austera y escasa de recursos. El tiempo cuaresmal nos pide un gran esfuerzo por cambiar nuestro estilo de vida; y por eso se nos invita a experimentar el desierto, que es tanto como vaciar nuestra vida de tantas prisas y actividades para escuchar, en soledad, el silencio interior de cada uno, para profundizar en nuestro interior y descubrir cuanto hay de Dios en nuestro corazón.

¡Pero ojo! Ojo, porque la experiencia del desierto, del vaciamiento interior, de la soledad y la mirada interior conlleva la tentación de no aceptarlo, de rechazarlo, de buscar nuevos espacios más gratificantes en la vida... Y por eso, no pocas veces, experimentamos –y experimentaremos– la tentación de abandonar la vida de esfuerzo y de superación que supone la fe y el seguimiento de Cristo, y querremos abandonar el desierto interior por un espacio más relajado y cómodo. Mirad, permanentemente sufrimos el deseo de una vida fácil y sin complicaciones, que nos ilusione con la felicidad, aunque no nos ayude a crecer ni a desarrollarnos correctamente. Y es que convivimos diariamente con la tentación. Pero convivir con la tentación no quiere decir que tengamos que caer ella; porque si la sabemos enfrentar bien, la tentación nos lleva a luchar, a purificarnos, a descubrirnos necesitados de ayuda y de fuerza, a ser humildes y no creernos superiores a nadie, a reconocer que sólo la gracia y la compañía de Dios pueden liberarnos de nuestra inclinación al mal. Y muchas veces, la mejor manera de enfrentarnos a la tentación, será no hacerle caso, huir de ella, escaparnos..., no dejar al demonio que nos pique más de la cuenta. Porque recordemos que, quien juega con fuego... acaba quemándose.

Pidámosle, pues, a la Virgen María que nos ayude a convertir nuestro corazón, creyendo en el Evangelio y poniéndolo en práctica, para que con la gracia de Dios seamos capaces de renovar nuestra vida y no conformarnos con lo de siempre, sino aspirar a mejorar cada día más y a mejor. Así podremos celebrar verdaderamente la Pascua.

Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.

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