El pasado miércoles comenzábamos la Cuaresma. La Cuaresma no
es un tiempo cerrado, sino que está abierto a la Pascua. No es un paréntesis,
sino un camino. No es un tiempo triste y de privaciones impuestas, sino que es
un tiempo para nuestro yo auténtico y mirarnos al espejo de nuestro interior
cara a cara, sin caretas.
La Cuaresma son cuarenta días simbólicos de purificación, a
lo largo de los cuales vamos a escuchar en la proclamación de la Palabra de
Dios diversos momentos de la historia de la salvación, como son el diluvio, el
encuentro de Moisés con Dios en el Sinaí, las historias de Elías y de Jonás...
Pero la Cuaresma tiene un protagonista, que es Jesucristo.
Él es el modelo y el maestro cuaresmal, que en este domingo nos encamina al
desierto para que, junto a Él, experimentemos la lucha y oración.
Y es que el escenario donde se nos propone vivir este tiempo
de Cuaresma se simboliza hoy en el desierto; un espacio y un tiempo de soledad
y silencio, sin cosas que nos distraigan, y que nos hace enfrentarnos a una
realidad austera y escasa de recursos. El tiempo cuaresmal nos pide un gran
esfuerzo por cambiar nuestro estilo de vida; y por eso se nos invita a
experimentar el desierto, que es tanto como vaciar nuestra vida de tantas
prisas y actividades para escuchar, en soledad, el silencio interior de cada
uno, para profundizar en nuestro interior y descubrir cuanto hay de Dios en
nuestro corazón.
¡Pero ojo! Ojo, porque la experiencia del desierto, del
vaciamiento interior, de la soledad y la mirada interior conlleva la tentación
de no aceptarlo, de rechazarlo, de buscar nuevos espacios más gratificantes en
la vida... Y por eso, no pocas veces, experimentamos –y experimentaremos– la
tentación de abandonar la vida de esfuerzo y de superación que supone la fe y
el seguimiento de Cristo, y querremos abandonar el desierto interior por un
espacio más relajado y cómodo. Mirad, permanentemente sufrimos el deseo de una
vida fácil y sin complicaciones, que nos ilusione con la felicidad, aunque no
nos ayude a crecer ni a desarrollarnos correctamente. Y es que convivimos
diariamente con la tentación. Pero convivir con la tentación no quiere decir
que tengamos que caer ella; porque si la sabemos enfrentar bien, la tentación
nos lleva a luchar, a purificarnos, a descubrirnos necesitados de ayuda y de
fuerza, a ser humildes y no creernos superiores a nadie, a reconocer que sólo
la gracia y la compañía de Dios pueden liberarnos de nuestra inclinación al
mal. Y muchas veces, la mejor manera de enfrentarnos a la tentación, será no
hacerle caso, huir de ella, escaparnos..., no dejar al demonio que nos pique
más de la cuenta. Porque recordemos que, quien juega con fuego... acaba
quemándose.
Pidámosle, pues, a la Virgen María que nos ayude a convertir
nuestro corazón, creyendo en el Evangelio y poniéndolo en práctica, para que
con la gracia de Dios seamos capaces de renovar nuestra vida y no conformarnos
con lo de siempre, sino aspirar a mejorar cada día más y a mejor. Así podremos
celebrar verdaderamente la Pascua.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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