El domingo pasado nos habíamos
quedado en que, tras haber dado de comer a miles de personas con cinco panes y
dos peces, la multitud buscaba a Jesús para proclamarlo rey, y como Jesús, puso
tierra por medio y se retiró solo a la montaña.
Bueno, pues hoy el evangelio nos muestra como aquella multitud que buscaba a Jesús lo acabó encontrando. Pero su búsqueda era una búsqueda interesada; es decir, lo buscaban no porque les hubiera impactado su mensaje o su predicación. No. ¿Por qué lo buscaban pues? Pues porque les había dado de comer hasta quedar hartos, y querían asegurarse tener la tripa llena. Por eso le buscaban.
Y a nosotros hoy nos pasa tres cuartos de lo mismo. ¿Para qué buscamos a Dios? ¿Para que llene nuestras almas con su gracia y vivamos según su voluntad, o más bien lo buscamos para que dé solución a nuestras necesidades materiales de salud corporal, dinero, de trabajo, de felicidad...? Mirad, cuando no logramos de Dios lo que nosotros queremos, llegamos a ser como los israelitas durante el camino hacia la tierra prometida, que nos ponemos a murmurar de Dios y somos capaces de cualquier cosa por conseguir lo que queremos. De cualquier cosa. Hasta de dejarnos domesticar por el mismísimo demonio y vender nuestra alma al mejor postor.
Por eso Jesús hoy nos dice que tenemos que trabajar por un alimento que no perezca. Es decir, no sólo hemos de pedir a Dios cosas materiales, que no está mal que se las pidamos, sino que sobre todo hemos de pedirle aquello que alimente nuestro espíritu. Y el alimento principal para nuestro espíritu, para el alma, es el Sacramento de la Eucaristía. Así de claro. El pan que necesitamos para seguir caminando, para alcanzar la tierra prometida, la felicidad nuestra y de los demás, es el Pan con mayúsculas que Jesús nos da: su Cuerpo y su Sangre. ¡Eh!. No nos engañemos. No podemos caminar sin el Pan de Vida. No podemos vivir sin la Eucaristía. Si no comulgamos, y se sobreentiende que para comulgar, hay que estar en gracia de Dios, que no se puede pasar así a comulgar por las bravas, de cualquier manera, ¡eh!, ¡no!; si no comulgamos, nuestra alma se quedará más seca que la mojama.
Vamos a pedirle pues, a la Virgen María, que sintamos auténtica necesidad del verdadero Pan de Vida. Que tengamos hambre de la Eucaristía. Hambre de Cristo. El único alimento que nos hará verdaderamente libres y que nos ayudará a superar toda esclavitud a la que podamos estar sometidos.
Bueno, pues hoy el evangelio nos muestra como aquella multitud que buscaba a Jesús lo acabó encontrando. Pero su búsqueda era una búsqueda interesada; es decir, lo buscaban no porque les hubiera impactado su mensaje o su predicación. No. ¿Por qué lo buscaban pues? Pues porque les había dado de comer hasta quedar hartos, y querían asegurarse tener la tripa llena. Por eso le buscaban.
Y a nosotros hoy nos pasa tres cuartos de lo mismo. ¿Para qué buscamos a Dios? ¿Para que llene nuestras almas con su gracia y vivamos según su voluntad, o más bien lo buscamos para que dé solución a nuestras necesidades materiales de salud corporal, dinero, de trabajo, de felicidad...? Mirad, cuando no logramos de Dios lo que nosotros queremos, llegamos a ser como los israelitas durante el camino hacia la tierra prometida, que nos ponemos a murmurar de Dios y somos capaces de cualquier cosa por conseguir lo que queremos. De cualquier cosa. Hasta de dejarnos domesticar por el mismísimo demonio y vender nuestra alma al mejor postor.
Por eso Jesús hoy nos dice que tenemos que trabajar por un alimento que no perezca. Es decir, no sólo hemos de pedir a Dios cosas materiales, que no está mal que se las pidamos, sino que sobre todo hemos de pedirle aquello que alimente nuestro espíritu. Y el alimento principal para nuestro espíritu, para el alma, es el Sacramento de la Eucaristía. Así de claro. El pan que necesitamos para seguir caminando, para alcanzar la tierra prometida, la felicidad nuestra y de los demás, es el Pan con mayúsculas que Jesús nos da: su Cuerpo y su Sangre. ¡Eh!. No nos engañemos. No podemos caminar sin el Pan de Vida. No podemos vivir sin la Eucaristía. Si no comulgamos, y se sobreentiende que para comulgar, hay que estar en gracia de Dios, que no se puede pasar así a comulgar por las bravas, de cualquier manera, ¡eh!, ¡no!; si no comulgamos, nuestra alma se quedará más seca que la mojama.
Vamos a pedirle pues, a la Virgen María, que sintamos auténtica necesidad del verdadero Pan de Vida. Que tengamos hambre de la Eucaristía. Hambre de Cristo. El único alimento que nos hará verdaderamente libres y que nos ayudará a superar toda esclavitud a la que podamos estar sometidos.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.