Hoy, día de Navidad, es un día alegre, un día feliz; porque
recordamos que Dios se hizo hombre y nos elevó a todos a la categoría de hijos,
herederos de su reino de amor y paz, por eso, tras el silencio del Adviento, la
liturgia nos invita a cantar con los ángeles: Gloria a Dios en el cielo, y en
la tierra paz a los hombres que ama el Señor.
Toda la liturgia de hoy es un gran manantial de gozo y
alegría. Las lecturas nos revelan quien es el Niño de Belén, cuyo nacimiento
celebramos, pobre y humilde en un establo, frágil como toda criatura, pero
grande como Dios y Salvador.
Y es que lo que para el Antiguo Testamento era una profecía,
una victoria anunciada por Isaías en la primera lectura, quien, en su profecía,
habla de la alegría que hay en Sión porque su Dios es Rey, porque sus pies
están sobre los montes, y son los pies del mensajero que anuncia la paz, que
trae la buena nueva, que pregona la victoria; se vuelve una realidad en el
Nuevo Testamento, porque Dios nos ha hablado por medio de su Hijo, como dice la
carta a los Hebreos; porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
El misterio de Dios
nos inunda con la encarnación de Jesús, un hombre como nosotros, que desde las
frágiles manitas de un recién nacido nos muestra el abrazo misericordioso de
Dios que viene a nuestro encuentro. El altísimo, el insondable, el inefable se
ha hecho uno de nosotros y nos coloca en un cara a cara con ese Dios eterno que
viene al encuentro de la humanidad.
Dejémonos encontrar
hoy, una vez más, por Dios. Mirémoslo en ese Niño recién nacido, en brazos de
su Madre, bajo la mirada de san José. Seamos un pastor más en el pesebre,
arrodillados ante Él. Porque ese Niño pequeño, pobre, débil, envuelto en
pañales y recostado entre las pajas en un pesebre, va a salvar a la humanidad.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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