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sábado, 2 de octubre de 2021

REFLEXIONES DE LA PALABRA (DXXXI). Domingo XXVII del Tiempo Ordinario

 

 
Hoy, de nuevo, vuelven a aparecer los fariseos en el Evangelio, y como casi siempre, con ganas de tocar las narices. Lo cual indica que hay bronca, o al menos una desautorización por parte de Jesús asegurada.

Esta vez la cuestión que le plantean no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hacía sufrir mucho a las mujeres de Galilea –y a muchas mujeres judías en la actualidad-, y que es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de las diversas escuelas rabínicas. La cuestión en sí es si le es lícito al marido repudiar a su mujer.

En primer lugar, hay que decir que la cuestión no trata del divorcio moderno que conocemos hoy, y que no deja de ser un fracaso, un cáncer en nuestra sociedad, y del que no quiero ni voy a hablar, pues es algo que hace sufrir a muchas personas. No. Jesús trata de la situación en la que vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado absolutamente por el marido.

Mirad, según la ley de Moisés, el marido podía romper el contrato matrimonial y echar de casa a la mujer por cualquier motivo, incluso simplemente por haber envejecido, o por haberse dejado quemar la comida. Pero en cambio, la mujer, sometida en todo al marido, no podía hacer lo mismo.

Pues bien, la respuesta de Jesús sorprende a todos. Primero porque no entra al trapo en las discusiones de los rabinos. Pero sobre todo porque invita a descubrir el proyecto original de Dios; un proyecto que está por encima de las leyes y normas de todos los tiempos; afirmando claramente que el matrimonio tiene su origen en el mismo corazón de Dios, que transmite el amor y nos confía el misterio de la vida, y que atrae a los esposos a vivir unidos por un amor libre y gratuito.
De este modo, Jesús ofrece una visión del matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la Ley. Es más, Jesús, con su propia voz y autoridad, anula la legislación judía nacida a causa de la dureza del corazón, y toda legislación posterior al respecto, pues afirma tajante y rotundamente: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Y que nadie me quiera venir ahora hablando de las nulidades matrimoniales y que si a quien paga se le da y a quien no paga no, que al igual que Jesús, no voy a entrar al trapo.

Y también nos dice Jesús en el evangelio que el Reino de los cielos es para los que son como niños. Los niños eran algo totalmente de risa en tiempos de Jesús. De hecho, hasta la pubertad, sobre los doce años, su padre los podía hasta vender como esclavos y quitárselos de encima. Por eso Jesús, con su lapidaria frase “dejad que los niños se acerquen a mi”, da una en todos los morros a las malas costumbres israelitas; y afirma que el cielo es todo amor y se da a los que tienen el corazón más grande. Mirad, el cielo no es un premio, es un regalo de Dios. Sólo hace falta querer recibirlo con la sencillez de un niño y, por qué no, con la misma ilusión con la que un niño recibe un regalo.
Pues que la Virgen María y San José, nos ayuden para que no seamos tan duros de corazón y nos dejemos, como los niños, abrazar y bendecir por Jesús, el enviado de Dios, que quiere que hagamos de nuestras familias y nuestros hogares un trocito de cielo.

Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.

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