Aunque el Evangelio de hoy nos narre la
transfiguración de Jesús en el monte Tabor, me vais a permitir que me esbarre
un poco, y me fije en otros aspectos de las lecturas de hoy. Y es que la
primera lectura de este domingo nos narra una de las escenas más
desconcertantes de la Biblia. En ella leemos como Dios pide a Abrahán que
sacrifique a Isaac, su hijo. ¿Fuerte no? A menudo nos escandalizamos cuando
leemos esa narración, porque nos extraña que Dios pida algo así. Pero mirad, desde
el punto de vista histórico está documentado que era precisamente eso lo que el
resto de pueblos hacía: sacrificar su primer hijo para aplacar la ira de los
dioses. Sin embargo, la fe en el Dios de Israel introduce un cambio en esta
práctica; pues no debemos perder de vista que, al final, Isaac no es
sacrificado.
Pero no nos interesa tanto la justificación
histórica de la narración como la verdad teológica que nos quiere transmitir,
pues el relato del sacrificio de Isaac sólo se puede entender plenamente a la
luz de Jesucristo. Por eso, del mismo modo que Abrahán sube al monte de Moira
para sacrificar a su hijo; Jesús, que este domingo se nos muestra en el monte
del Tabor, subirá al monte del Calvario. Isaac lleva la leña para el
holocausto; Jesucristo también deberá cargar con la cruz donde será
crucificado. Si nos fijamos, vemos, pues, que hay una relación muy estrecha
entre Isaac y Jesucristo. Pero más allá de los parecidos, hay una diferencia
fundamental y es que Dios, como nos dice san Pablo en la segunda lectura, que
detuvo la mano de Abrahán para salvar a Isaac, no se reservó a su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros; para que, a través de la muerte,
pudiéramos participar de su resurrección.
Hoy, pues, el Señor nos toma de la mano, nos invita
a escalar, a subir con Él a lo alto del monte, y nos lleva a un lugar tranquilo
para que vivamos una experiencia de fe y de contemplación que nos lleve a
admirarle y arrodillarnos ante su gloria y majestad. Y es que, reconozcámoslo,
en medio de tanta incertidumbre, de tanto dolor y de tanta muerte y miseria
como vemos en nuestro mundo de hoy, necesitamos experiencias de luz, de
divinidad, de descubrir la grandeza de Dios. Nos hace falta subir a lo alto, abandonar
el suelo al que tan apegados estamos y descubrir en Cristo el maravilloso
rostro de Dios. Necesitamos escuchar la Palabra de Dios en nuestra vida y
sentir su presencia que nos transforme, que nos entusiasme, que nos haga
sentirnos bien y como Pedro, queramos permanecer junto a Él. Pero también
necesitamos pisar con los pies en el suelo, y vivir la experiencia de estar con
Cristo en los momentos de dificultad, de cansancio, de desesperanza...
Que María nos ayude, pues, a no perder en
ningún momento de nuestra vida la imagen de Cristo glorioso en plenitud, para
que así, sepamos afrontar de cara todas las dificultades que se nos vayan
presentando, sabiendo, de este modo, que la pasión es el camino de la
resurrección.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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