Siguiendo con la lectura del Evangelio de Mateo donde la
dejamos el domingo pasado, nos encontramos hoy con que Jesús sigue hablando a
sus discípulos en parábolas, utilizando ejemplos de la vida del momento y del
lugar, ejemplos que en muchos lugares, sobre todo rurales, se comprenden a la
perfección.
De esta manera, la primera lectura y el Evangelio de hoy,
con la parábola de la cizaña, son una llamada de atención sobre la tentación
que podemos tener de ser jueces de los demás. No lo neguemos. ¿Cuántas veces no
hemos pensado lo mala que es esta o aquella persona y que se merece el
infierno? ¿O cuántas veces, sobre todo en los pueblos, no hemos juzgado y
dictado sentencia contra otro?
La suerte que tenemos es que Dios, el Juez con mayúsculas,
no es así con nosotros; y lo demuestra sobre todo porque concede el
arrepentimiento a los pecadores. Por eso que no tiene ninguna prisa por
arrancar la cizaña de raíz, sino que deja que el tiempo pase. Y como el tiempo
acaba poniendo a cada uno en su sitio, al final, el día del Juicio, se verá
realmente quien es trigo y quien es cizaña. Mientras tanto, trigo y cizaña,
bien y mal, gracia y pecado conviven en el mundo y dentro de cada uno en nosotros.
Así pues, sabiendo que el Espíritu acude en ayuda de nuestra
debilidad, como nos dice san Pablo, e intercede por nosotros con gemidos
inefables, lo que tenemos que hacer es pedir a Dios, que es rico en
misericordia con los que le invocan, que tenga compasión de nosotros y nos
conceda el don de la conversión; porque todos, todos, necesitamos convertirnos.
Por tanto, en vez de andar condenando a los demás por muy malos que puedan ser
–porque la verdad es que gente mala en el mundo, haberla, la hay–, lo que
debemos hacer es pedir a Dios que se apiade de ellos y les conceda el
arrepentimiento y la conversión; porque, mirad, el mayor triunfo para la causa
de Dios, el mayor triunfo, no es que los malos se condenen, sino que los malos
se conviertan. Por eso no arranca la cizaña, sino que deja que crezca en el
mundo junto al trigo. Ya llegará el momento de separarla. Pero mientras llegue
ese momento, todos tenemos la posibilidad de cambiar.
Pidámoselo a la Virgen María. Pidámosle que nos mire con
esos sus ojos misericordiosos, y acudamos a Ella, refugio de pecadores,
rogándole que Dios, lento a la cólera y rico en piedad, nos conceda ser buena semilla, y así, brillar
un como el sol en su Reino.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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