En las lecturas de los domingos de
Pascua, junto a la proclamación de la Resurrección de Cristo, encontramos una invitación
insistente a creer. Si recordáis, el domingo pasado leíamos las palabas de
Jesús en las que le decía al apóstol Tomás: «No seas incrédulo, sino creyente»
y «bienaventurados los que crean sin haber visto». Y hoy mismo dice en el
evangelio a los discípulos: «¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón»?
Y es que a todos y a todas, nos cuesta creer las
grandes noticias, tanto si son buenas como si son malas. Las queremos
contrastar, verificar. Recordemos a Tomás, cómo él mismo verbaliza su
incredulidad. Pero los otros discípulos, sin decirlo tan claro, también tardan
en reaccionar plenamente. El evangelio de hoy parece destilar un poco esta
contradicción.
Jesús se les vuelve a hacer presente y
les tiene que decir que le miren las manos y los pies. Les vuelve a demostrar
que es Él, ayudándoles de nuevo a descubrir el sentido de las Escrituras. Aún
más, se pone a comer con ellos «un trozo de pez asado», dice claramente el
texto. Come ante ellos para que se den cuenta de que no es ningún fantasma,
ningún espíritu. Que es de carne y hueso.
Y es que así de humanos son los
discípulos. Como nosotros. Con las dudas y los miedos, con la necesidad de
tocar las heridas del crucificado y verificar que realmente está vivo. Mirad, a
los discípulos no les fue fácil, pero nada fácil asumir la muerte de Jesús en
la cruz; pero también tuvieron que esforzarse mucho para asumir la resurrección
con todas las consecuencias.
Por eso que no nos ha de extrañar que en
una sociedad que lo quiere demostrar todo científicamente, que se basa en el
consumo y el materialismo, haya tanta gente a la que el paso a la fe se le
resista tanto, especialmente a las generaciones más jóvenes. Ello nos tiene que
llevar a ser comprensivos con ellos, a tener paciencia, a pedir con insistencia
a Dios que les conceda a cada uno de ellos, y también de nosotros,
personalmente, el don de la fe.
Volviendo al texto del Evangelio, vemos
que una vez que los discípulos se han convencido de que quien se les ha
aparecido es realmente Jesús resucitado, su miedo se convierte en alegría; pues
no están ante ningún fantasma ni ninguna ilusión. Están ante el mismo Jesús que
murió en la cruz y que ahora está ante ellos resucitado y vivo para siempre,
llevando en su cuerpo las marcas de la pasión. Es más, Jesús resucitado
confirma que su persona y su destino son el cumplimiento de todas las Escrituras.
De este modo, los discípulos se convierten en testigos de la resurrección y de
toda la Escritura. A ellos se les confía la predicación a todas las naciones de
la conversión y el perdón de los pecados, pues, como dice san Pablo en la
segunda lectura, Cristo es víctima de propiciación por nuestros pecados, no
sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Que la Virgen María nos ayude, pues, a
que en cada celebración de la Eucaristía arda nuestro corazón al escuchar la
Palabra de Dios, y vivamos la alegría que nos da este encuentro con Jesús
resucitado.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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