El mes de noviembre que acabamos de comenzar, nos invita a
mirar y a pensar sobre lo caduco de nuestra vida mortal. Estamos viendo como
las hojas de los árboles se secan y se caen... como, con el cambio de hora, se
hace antes de noche... como todo se aletarga...
No en vano la Iglesia, desde hace más de mil años, dedica
este mes de noviembre y, en concreto, este día de hoy, a rezar por los difuntos
de un modo especial.
Y es que los cristianos creemos que la muerte no es el
final. Es cierto que es un trance doloroso. Pero no deja de ser, por ello, una
puerta abierta a la vida eterna junto a Dios y un reencuentro feliz y eterno
entre todos los que dejaron este mundo en la paz de Dios. Por eso hoy llenamos
los cementerios de flores y adornamos las cruces con velas, para expresar
nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección, pues, el recuerdo de los
difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonio de
esperanza confiada; una esperanza arraigada en la certeza de que la muerte no
es la última palabra sobre la suerte humana, ya que el ser humano está
destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios.
Es verdad que
cuando hablamos de la muerte y del futuro que nos espera, la imaginación vuela,
e incluso a veces puede jugarnos una mala jugada. También nos encontramos con
que hay cristianos preocupados por cómo será el futuro con Dios, y viven esta
realidad con duda, con miedo, con inseguridad... Pero la respuesta confiada y
esperanzada la encontraremos si creemos en Dios como un Padre misericordioso,
entrañable que no nos quiere dejar abandonados a nuestra suerte. Dios no es un
padre despreocupado, o una madre permisiva; sino que nos propone una vida de
felicidad: la vida en Cristo. En
nuestras manos está el decir libremente, con nuestra forma de vivir, sí o no a
esa vida que Él nos propone.
Hoy no es un día para juzgar lo que hicieron en su vida los
difuntos. Eso le corresponde única y exclusivamente a Dios, tengámoslo claro.
Hoy es un día para rezar por ellos. Por todos. Pidamos, pues, por el eterno
descanso de las almas de todos los difuntos. Pidamos por aquellos que conocimos
y que quisimos. Pidamos por aquellos que tienen deudas pendientes con Dios,
pues su vida no fue precisamente ejemplar, pero que, por la infinita misericordia
del Señor fueron salvados. Pidamos también por todos aquellos que han muerto
olvidados de la sociedad y de los suyos. Por todos aquellos que descansan en
fosas comunitarias o en lugares abandonados, sin que nadie se acuerde ni se
preocupe de ellos, y por los que nadie se acuerda nunca de rezar.
Que el Señor les abra a todos las puertas del paraíso, para
que lleguen a aquella patria donde no hay muerte, donde permanece la alegría
sin fin. Dales Señor, el descanso eterno, y brille sobre ellos la luz perpetua.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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