EN CAMINO HACIA LA PASCUA
La Semana Santa nos hace
descubrir la alegría del Evangelio para que nunca seamos “seres resentidos,
quejosos, sin vida” (EG 2), “evangelizadores tristes y desalentados,
impacientes o ansiosos” (EG 10). La Semana Santa nos permite renovar nuestro
encuentro personal con Jesucristo o, al menos, nos concede la posibilidad de
dejarnos encontrar por Él. Esta Semana constituye un acontecimiento de gracia
para las personas que participan habitualmente en las celebraciones litúrgicas
y viven en clave de conversión como discípulos misioneros. También para
aquellos cuya adhesión de fe está más desdibujada y decae en el compromiso. E
incluso para quienes no conocen a Jesucristo o lo rechazan. En estos días se
actualiza el mensaje cristiano cuando “el anuncio se concentra en lo esencial,
que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario” (EG 35). Para participar activamente, necesitamos una espiritualidad
que transforme el corazón. “Sin momentos detenidos de oración, de encuentro
orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente
se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el
fervor se apaga” (EG 262). Nuestra peregrinación debe llevarnos hasta Dios. Si
no es así corremos el riesgo de dejar de ser peregrinos y convertirnos en
errantes “que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte”
(EG 170). Cristo pasa a través del abismo del mal y de la muerte y hace llegar
a la humanidad al nuevo espacio de la resurrección y de la vida. Es la hora de
su paso y la hora del amor vivido hasta el extremo, sin reservas, sin
renuncias. Jesucristo carga sobre sí mismo todo nuestro sufrimiento, nuestra
angustia, nuestra pobreza y transforma todo según el proyecto del Padre. Nos
hace salir de nuestro “no” y entrar en su “sí”. Lleva al ser humano a la altura
de Dios y, con su obediencia, nos abre las puertas del cielo. Al revivir la
Semana Santa nos disponemos a acoger también nosotros en nuestra vida la voluntad
de Dios, conscientes de que en el designio del Señor, aunque parezca duro, en
contraste con nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el
camino de la vida. La pasión de Cristo es pasión de amor, pasión de enamorado.
“Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia” (EG 3). En estos días participamos de un torrente de
vida, del fluir constante de la esperanza, de una búsqueda apasionada. Se
entrelazan el silencio, el sonido y la plegaria. El espacio se convierte en
horizonte de manifestación de Dios en el despliegue de los misterios de pasión,
muerte y resurrección. Son jornadas de intensa contemplación, pero
contemplación no solamente estética, sino profundamente teologal. Queremos sumergirnos
en el misterio, adentrarnos en él, dejarnos envolver por el acontecimiento de
nuestra redención. Queremos adentrarnos en un manantial de poesía, recorrer
juntos un sendero de sentimientos, proclamar el kerigma profético. Para ello es
preciso escuchar el mensaje secreto, el silencioso anuncio de la Pascua, la
alegría del evangelio. A lo largo de estos días estaremos preocupados por el
cómo, inquietos por perfilar mil y un detalles de la vida y acción de las
cofradías y hermandades. Sentiremos la urgencia de armonizar un caleidoscopio
de escenas. Pero hemos de estar intensamente asombrados por el porqué, percibir
el cálido abrazo de la misericordia de Dios que nos envuelve y transforma.
La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos, que comprende, a la vez, el triunfo real de Cristo y el anuncio de la pasión. Nos uniremos a la multitud de personas que acompañaron a Jesús en su entrada en Jerusalén. Algunos abrieron los ojos a una realidad distinta, aclamaron a Jesús, lo reconocieron como Mesías, le salieron al encuentro, le dieron una acogida calurosa, se dejaron contagiar por el entusiasmo. En la Misa Crismal el obispo y los sacerdotes renovarán las promesas de su ordenación, se reunirán como comunidad fraterna y actualizarán su firme voluntad de vivir cada vez más unidos al Señor. También se bendecirán los óleos para la celebración de los sacramentos: el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el santo crisma. El Jueves Santo celebramos la institución de la Eucaristía y del sacerdocio y acompañamos a Jesús en la oración en el huerto de Getsemaní. Se hace memoria de la última Cena, cuando Cristo se nos entregó a todos como alimento de salvación, como medicina de inmortalidad. Con el humilde y expresivo gesto del lavatorio de los pies se nos invita a contemplar y vivir la primacía del amor, un amor que se hace servicio hasta la entrega, el amor que se convierte en mandamiento nuevo y distintivo de los discípulos de Jesús. El Viernes Santo se conmemora la pasión, crucifixión y muerte salvadora de Cristo. En el acto litúrgico de la tarde, la asamblea se reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recordar, a la luz de la palabra de Dios, y con la ayuda de conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal. Meditamos en la pasión del Señor, oramos por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adoramos la Cruz, contemplamos a la Iglesia que nace del costado del Salvador (cf. Jn 19,34) y recibimos la Eucaristía. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y otras acciones piadosas, que imprimen intensamente en el corazón de los fieles sentimientos de auténtica comunión con el sacrificio redentor de Jesucristo. El Sábado Santo se caracteriza por un profundo silencio. Permaneceremos junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, y esperando en la oración su resurrección. Sentiremos la especial presencia de la Virgen María, pues Ella, en la que se denomina “la hora de la Madre”, anticipa y representa a la Iglesia y espera, llena de fe, la victoria de Cristo sobre la muerte. La Vigilia Pascual significará la manifestación del triunfo del Señor sobre las tinieblas, el pecado y la muerte. La nueva luz, la Palabra de Dios proclamada con solemnidad y escuchada con actitud receptiva y comprometida, el agua nueva, el pan y el vino renovados para convertirse en alimento de vida eterna, el canto exultante, la alegría festiva, expresarán la más honda transformación producida en la historia: el triunfo de la vida, la resurrección del Señor de la Vida. El Domingo de Pascua es la máxima solemnidad del año litúrgico. Todo se orienta hacia la Pascua porque todo procede de la Pascua. La resurrección no es un hecho del pasado, sino un acontecimiento continuamente presente en la historia de cada persona y de cada tiempo. La eternidad se ha mezclado con el tiempo y el tiempo ha adquirido dimensiones de eternidad. Podemos hablar de nueva creación, de hombres y mujeres nuevos, de cielos nuevos y nueva tierra. La fiesta más antigua de los cristianos es la Pascua. La resurrección de Jesucristo es el fundamento de la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. La Semana es Santa no simplemente porque sus días sean densos y santos, sino también porque nos ofrece la posibilidad de nuestra propia santificación. Es Semana Santa y santificadora. Los cantos, las procesiones, el silencio, las plegarias, las penitencias, los sacrificios, la generosidad de todos los participantes, el trabajo disciplinado y escondido de tantas personas que ponen a disposición de todos su tiempo y su experiencia, su saber y su bien hacer, responden a un único deseo de vivir con intensidad el encuentro con Cristo en su pasión, muerte y resurrección.
Avancemos junto al Señor, caminemos junto a Él hacia Jerusalén. Que sus pasos marquen nuestro camino, que su voz resuene en nuestros corazones, que su palabra encuentre eco en nuestro interior y que Él sea nuestro único Señor. La Semana Santa constituye el culmen de todo el año litúrgico. En ella celebramos el misterio central de la fe. Y lo hacemos de la mano de la Virgen María. Ella nos muestra a su Hijo y nos enseña, como escribe el Papa Francisco, que “no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo” (EG 266). Rezamos a la Virgen con las últimas palabras de la Exhortación apostólica “Evangelii gaudium”: “Estrella de la nueva evangelización, ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz. Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros” (EG 288).
+ Julián Ruiz Martorell
Obispo de Huesca y de
Jaca
(Extraído del Pregón de la Semana Santa de Zaragoza 2014)